En el momento en el que te conocí, no eras más que un resplandor escondido, sonriendo y buscando un corazón para quedarte.
Siempre noté que íbamos y veníamos por los mismos caminos, pero nunca nos detuvimos a observar quiénes éramos. Hasta que un día, un café lo cambió todo.
¿Cómo llegamos a ese lugar? ¿Por qué estaba contigo? ¿Por qué estabas junto a mí?
– La lluvia es agradable… – admití, en un instante donde la brisa otoñal me abrigaba de los problemas.
– Muy húmeda y fría para mi gusto, prefiero el calor. – decías, para luego tomar un poco de tu cappuccino.
– Dilo de nuevo. – te reté.
– Prefiero el calor. – afirmaste con un marcado tono de prepotencia, recuerdo que provocaste en mí una sonrisa pícara, casi maliciosa. – ¿Qué te resulta tan gracioso? – preguntaste con una mirada retadora.
– Nada. – y no pude evitar soltar una risita de burla.
– Entonces no sonrías. – decías, mientras recargabas tu espalda en el cómodo sofá.
– ¿Quién va a obligarme? – pregunté. Apoyé mis manos en la mesa, levantándome. – ¿Tú? – levanté una ceja, mostrándome escéptica. Sí, esa situación me encantaba.
– Sí. –
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo? – sonreíste, y sin verlo venir, tus labios aprisionaron los míos. Me besabas de una forma que jamás había experimentado antes. No era un beso simple, tampoco pasional. Era… cálido, vicioso, era dulce.
– Ahora, termina tu café, se enfriará. A menos que te guste frío también. – decías mientras te sentabas, eso que había en tus ojos era… ¿picardía?
– No, lo tomaré. Por ahora, prefiero el calor. – me senté con rapidez, me sentía tan sumisa en ese momento. Y me gustaba ese sentimiento.
Sabía que el café y tus labios no eran lo único que emanaba calidez en ese instante. Mis mejillas también lo hacían.